lunes, 15 de diciembre de 2008

La vida sin un techo -Laura V. Benítez-


Susana realiza tareas organizativas en la Cooperativa de cartoneros El Ceibo, porque desde hace un par de meses las várices de sus piernas le impiden salir, como lo hacía tiempo atrás, a recolectar residuos destinados a reciclarse por el barrio de Palermo. Sus kilos de más tampoco ayudan.

Susana tiene 49 años y su andar refleja el cansancio de tantos años y calles caminadas sin hallar un apoyo seguro. Su caso refleja la realidad que día tras día enfrentan distintas familias que viven en casas usurpadas, que se resignan o resisten ante el hecho de convivir con el hacinamiento, las quejas de los vecinos y la inseguridad edilicia de las distintas instalaciones en las que se alojan. Una crisis habitacional que recrudece ante la indiferencia del gobierno en cuanto a políticas adecuadas y urgentes respecto de las casas tomadas. Este es el caso de Susana, quien en el transcurso de un día repasa las peripecias que ella y su familia atravesaron por el hecho de vivir en una casa tomada y la esperanza de poder tener en algún momento una casa propia, un “pedazo de tierra”.

Susana Rodríguez, a pesar de todo, sigue caminando: transita las escaleras de cemento a medio construir que la conducen a su “Penthouse” de la calle Acevedo al 911 en el barrio de Villa Crespo. En total oscuridad, porque tienen una conexión precaria de luz: “Al principio estuvimos tres meses sin luz, entonces ibamos a la casa velatoria de la otra cuadra y nos daban la vela grande de los finados”, recuerda Susana mientras sube las escaleras apelando a la memoria de haberlas transitado tantas veces. Sin dudar, en penumbras, choca con una puerta que huele a madera nueva. Golpea y abren… Un departamento en el que ahora viven 4 personas (entre ellos un bebé de 3 meses), al que ella simpáticamente apodó “Penthouse”: Un espacio que en el proyecto original del edificio iba a ser un cuarto más dentro de un departamento y el que hace 26 años es el hogar de Susana y su familia.

Entre las paredes de crudo cemento no hay ventanas, y ello permite advertir, además de la constante oscuridad, una fétida mezcla de olores: comida, humedad, encierro, aromas corporales… que se intensifican al cerrar la puerta.

Un panorama acotado que facilita la sensación de encierro y en el que conviven el óleo calcáreo del bebé, el frasco de aceite y el tacho de basura al lado de la cama.

En esta casa hay ausencias: no hay ventanas. No hay baño. No hay mesa. No hay un desorden que abra las puertas al rescate, hay solamente oscuridad y miseria. Los colchones hundidos se confunden con los tirantes de las camas y una conocida marca de cerveza “auspicia” el cómodo sentar de dos miembros de la familia, destinando a los otros a usar como silla el borde de la cama o dos gastadas banquetas de plástico que alguna vez fueron blancas. En este espacio no existe resquicio alguno para la intimidad: “Mis hijos me conocen hasta el color de la bombacha y el corpiño”, exclama Susana con un gesto de resignación. En esta casa, si se quiere ir al baño hay que salir al pasillo y en ese corto trayecto, salir a la mañana a lavarse los dientes implica correr el riesgo de toparse con un vecino.

Esta mujer, oriunda del Departamento de Orán, Provincia de Salta y madre de 6 hijos, lleva en su mirada las huellas de un pasado marcado por el desarraigo. Tanto sus padres como sus abuelos sufrieron el destierro: Los corrieron de sus tierras en Orán porque iba a instalarse una fábrica allí. “Mi mamá y yo pasamos por lo mismo. Por eso no quiero que le pase lo mismo a mis hijos. Dios quiera que no vendan el departamento que estamos tratando de construir. Esa casa es para ellos”, añora Susana.

El edificio entero sufrió varios intentos de desalojo: Susana recuerda que varias veces entró la policía al edificio para sacarlos por la fuerza y en ese momento entre gritos y golpes, ella con sus hijos se abrazaban a la bandera argentina y cantaban con orgullo el himno nacional. “Era una manera de imponernos, de resistir al desalojo. Fue una enseñanza que nos dejaron nuestros hermanos uruguayos que ya estaban en el tema de las casas tomadas. Funcionó. Porque con la patria no se atreven ¿eh?”, afirma Susana sentada en el borde de su cama con las manos entre las piernas y un movimiento de inquietante vaivén que no deja de sostener.

Cuando “Susy” (así la llaman en el Ceibo) habla de la patria se le iluminan los ojos y sus rellenos pómulos parecen ensancharse: “La gente que ahora está en la calle antes vivía en algún lado. La mayoría de las personas que tomamos casas antes éramos inquilinos. Siempre pagamos. Desde que ocupamos las viviendas siempre tuvimos la intención de pagar algo, luz, agua. Nosotros somos dueños de esta tierra Argentina y somos beneficiarios de cualquier cosa que tenga que ver con la sociedad argentina. Es un derecho adquirido. Nosotros queremos tener nuestra tierra… Creo que está todo mal repartido, se brinda ayuda a inmigrantes peruanos, bolivianos y paraguayos que habitan en complejos. Yo no quiero discriminar, pero nosotros qué. Primero empecemos por nosotros y después démosle de comer a los demás”. Sus palabras se cargan de un tono patriótico que asombra y se debaten en un gesto ambiguo que la posicionan, simultáneamente, en el lugar de discriminadora y discriminada. Un gesto ambiguo entre la realidad que vive a diario y lo que sus palabras sentencian.

La violencia a la que sobrevivieron, no sólo vino de parte del estado, sino también de sus vecinos que los discriminaban: Cuando llevaba a sus chicos a la escuela le pedían boletas pagas de luz. A sus hijos no los querían porque decían que eran “hijos de gente de las casas tomadas, de la villa”. Cuando querían comprar comida en los negocios no les vendían. En la Iglesia, el padre cerraba la puerta y les decía que la misa había terminado... Susana recuerda con tristeza y bronca como si cayera de golpe en la cuenta de todo lo que atravesaron ella y su familia: un pasado doloroso y un presente y futuro incierto. Luego de un corto silencio agrega: “Mis hijos son muy lindos. Una vez vino una señora toda elegante. Se me acercó pretendiendo comprar y llevarse a mi hija. ¡¡Me la quería comprar!! Empecé a gritar, vino una vecina, armamos lío y se fue. Agarré a mi hija bien fuerte. Me asusté mucho. Además en esa época yo estaba sola, no tenía compañero. Estaba sola con mis 6 hijos”.

A pesar de todo, Susana es alegre. Cuenta lo sucedido como parte de un pasado del cual ahora se burla respetuosamente y al que no cesa de enfrentar. Luchadora hasta el cansancio y trabajadora inagotable. Sus días comienzan a las cuatro de la mañana. “Me levanto muy temprano para ir a trabajar. Trabajo en la casa de Gonzalo Eloy Martínez, hijo del escritor Tomás Eloy Martínez. Hace 8 o 9 años vino a hacerme una nota y al otro día yo ya estaba trabajando en su casa”.

Sus horas del fin de semana se reparten entre las tareas que realiza en El Ceibo y el control de la obra que está destinada a ser su casa “gracias” al conjunto de medidas (ver recuadro) que el gobierno porteño implementó respecto de las casas tomadas y a la que ella irónicamente apodó “country”. Provisoriamente, en la precaria construcción erigida viven su marido y sus otros tres hijos.

Son diez las cuadras que separan la casa de Susana de las oficinas del Ceibo y como hoy es sábado, decide que es hora de emprender viaje hasta allí. Antes de salir de su casa, toma su bolso de nylon azul y le da un beso a su nieta que duerme en la cama matrimonial junto a su madre, Noelia, la hija de 20 años de Susana. Desciende las oscuras escaleras y al llegar a la planta baja hace chistes al personal de seguridad que hay en la entrada del edificio: Es que hace un par de meses el gobierno puso “cuidadores” porque hubo rumores de que “venían a meterse” en los lugares que ya estaban desocupados, espacios vacíos que dejó la gente que ya arregló con algunos planes.

Al salir del edificio, toma la calle Jufré y en su cruce con Malabia hace su primer parada: “¡UY!... quien está ahí, mi vecino el actor!”, exclama Susana (el hombre del que habla es Max Berliner, un viejito extravagante y sociable que no dudó en darle un caluroso abrazo al verla). El trayecto hasta el Ceibo sigue. Se hace largo y pesado: Susana camina esas calles con pasos titubeantes que revelan el dolor que sus piernas sienten. Está tomando medicamentos para las várices. No le dan respiro y le impiden un andar ágil. Pero a pesar de su fatiga sigue y cual peregrina recorre las calles con la misma seguridad con las que sube las oscuras escaleras que la llevan a su casa. En el transcurrir de una cuadra se cruza con dos personas a las que saluda al pasar. “Yo voy caminando por la calle y en cada esquina me encuentro con uno o con otro y me quedo ahí hablando y mi marido se enoja”, cuenta Susana entre suspiros.

En su caminata, atraviesa los bares, restaurantes y negocios de ropa del barrio de Palermo que a esa hora (la 1 del mediodía del sábado) están atestados de gente. Susana se recorta entre ese paisaje como una figurita superpuesta a la fuerza. Hay algo que no encaja: Susana y su realidad contrastan con ese paisaje tan moderno y sofisticado que Palermo se empeña en sostener. “De tanto trabajar no me había dado cuenta que habían puesto negocios (por la Avenida Córdoba). Yo decía ¿Qué pasa que hay tanta gente?, ¿Habrá una manifestación?... y yo seguía paseándome en ojotas por la Avenida… ¡pero que me importa… Es mi barrio!”, relata con cierta picardía y sentimiento de pertenencia. Este sentimiento, se mezcla con cierta tristeza y se confunde con el desarraigo que vivieron sus padres y abuelos, y se mezcla con el que ella y su familia viven constantemente y van a volver a vivir. Porque Susana y su familia tienen un “Country” (nombre que ella le da a su nueva casa en construcción) y el hecho de abandonar su “penthouse” para mudarse al “country” le genera cierta tristeza, porque es empezar de nuevo, es conocer a otra gente, a otros vecinos, pelear con unos y con otros. “Pero bueno, si es para mejor está bien, pero va a costar adaptarse de nuevo. Es que son muchas las cosas que vivimos en este barrio. Por ejemplo en la esquina de Scalabrini y Jufré mis hijos aprendieron a caminar mientras yo charlaba con mi amiga Blanca”, cuenta con nostalgia.

Falta una cuadra. Trata de acelerar la marcha pero es en vano. Está agotada. Se alcanza a ver desde la esquina de Guatemala y Malabia un cartel que dice “El Ceibo”. Un vez allí, saluda a todos y se dispone a preparar unos mates, entre chistes y novedades. En ese instante le informan que los materiales para su futura casa ya están, porque Susana optó por el plan de autoconstrucción financiado por el gobierno, según el cual se les brinda materiales y el terreno a las familias que ocupan casas, brindándoles así un hogar digno. Quitándoles el estigma de “usurpadores” para transformarlos en propietarios. Susana está emocionada, salvo un pequeño detalle: detrás de tanta necesidad está el siempre presente “circo” político que pretende entregar los materiales en un acto de propaganda oficialista y donde “el pelotudo de Telerman va a venir a pretender hacerse cargo del sueño de la casa que cada familia guarda. Yo quiero terminar mi casa, no me interesa que venga éste a entregarme las herramientas”, reclama Susana un tanto enojada con papeles en sus manos que la informan sobre lo acontecido. Se hace difícil pensar que el proyecto llegue a concretarse debido a la precaria calidad y escasez de materiales que el gobierno promete, y el arquitecto que por falta de pago devino en trabajador ad honorem para que muchas familias como las de Susana puedan tener definitivamente su propia casa. “Queremos que todas las personas carenciadas de la sociedad tengan una vivienda. Queremos que los legisladores se comprometan a seguir una buena ley que nos proteja”, pide Susana tratando de no atragantarse entre la bronca, la impotencia, la incertidumbre y el bizcochito de grasa que masticaba.




La historia paso a paso

El caso de Susana se suma a las más de 1100 familias que actualmente ocupan inmuebles del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. La historia se remonta a la última dictadura militar, período en el que se construyeron la mayoría de las autopistas porteñas. La AU 3 fue la única que no llegó a concretarse. El frustrado proyecto del entonces intendente Osvaldo Cacciatore aventuraba una autopista que atravesaría la ciudad de norte a sur, incluyendo a los barrios de Saavedra, Belgrano, Coghlan, Palermo, Balvanera, Parque Patricios, hasta finalizar en Pompeya. Para concretarlo, la Municipalidad había dispuesto la expropiación de más de 800 inmuebles a lo largo de la traza. Sus propietarios fueron indemnizados y reubicados en otros sectores de la ciudad, mientras que sus casas quedaron a merced del abandono y la burocracia del estado. Es entonces que miles de familias sin techo comenzaron a ocupar los inmuebles abandonados. Muchos de estos carecían de servicios básicos como luz, agua y gas.

El edificio que hace 26 años ocupa Susana padecía estos “inconvenientes técnicos”. Las conexiones de los servicios eran básicas, como aquellas que se utilizan en las obras de construcción. Fueron las familias, entonces, las que empezaron a instalar las conexiones internas: “Era todo muy casero, en una época nos conectábamos al palo de la calle y muchos hombres se accidentaban. La electricidad los tiraba para atrás, a la vereda, y de repente toda la manzana se quedaba sin luz”. A su vez, los 7 pisos que se levantan hoy sobre Acevedo al 911 -barrio de Villa Crespo- comenzaron siendo solamente dos plantas. Con el transcurrir de los años (y de las crisis), más gente se fue sumando a la ocupación clandestina de hogares, y más pisos debieron ser construidos: “Llegó a haber 45 familias acá, hasta en la terraza había gente”, relata Susana.

Ya en la democracia, la construcción de la autovía fue totalmente desechada. Pero aún así, durante en gobierno de Raúl Alfonsín abundaron las cartas-documento y los intentos de desalojo sucedían a la orden del día. Susana y su familia resistían los embates de la policía, mientras que la comunión entre sus vecinos se hacía más intensa. Fue ahí cuando conoció a la gente de El Ceibo, una organización de base que se ocupa de las problemáticas sociales en los barrios.

Fernando Ojeda, coordinador general de El Ceibo, explica que su tarea comenzó a desarrollarse en el año 1989, enfocándose en los temas de vivienda, salud y medio ambiente de su comunidad: “Se funda con la idea del trabajo y la producción a través de un esfuerzo coordinado, y con la intención de que, si mejora la calidad de vida de los vecinos, se tiene la posibilidad de aportar soluciones a toda nuestra sociedad”. Actualmente, El Ceibo desempeña un programa de recolección de residuos puerta a puerta para su posterior recuperación. De esta manera, logran dignificar la tarea del “cartonero”, mejorar el medio ambiente mediante el reciclado, y construir un vínculo de cooperación entre los vecinos. La zona en la cual se trabaja comprende los barrios de Palermo y Villa Crespo. Años atrás, Susana participaba activamente en este proyecto, pero por cuestiones de salud su tarea quedó relegada al plano organizativo y logístico.

Junto con los trabajadores de El Ceibo, lograron encontrar una solución para todos los habitantes que ocupan terrenos de la ex AU3. Las negociaciones con el Gobierno de la Ciudad llevaron a la sanción de la ley 324, promulgada en el año 2000 y puesta en marcha por el destituido Jefe de Gobierno Aníbal Ibarra. El objetivo de la norma es brindar una solución habitacional a todos los beneficiarios de la ley, definiendo cuatro alternativas a elegir: obtención de créditos blandos para la compra de una vivienda, adquisición de la misma casa usurpada, construcción de nuevos inmuebles en el marco de cooperativas y asociaciones, o solicitud de subsidios para la autoconstrucción.

Esta última alternativa fue la elegida por Susana. Pronto deberá abandonar las calles de Villa Crespo por las de Villa Urquiza. “El Gobierno de la Ciudad, a través del Instituto para la Vivienda, nos puso un arquitecto para que dirija la obra; parece que no le están pagando pero él viene igual”, dice Susana agradecida, y agrega: “No sé en cuánto tiempo tendré mi casa, faltan muchos materiales. Vas a ver que Telerman los va a traer cuando tenga que sacarse la foto para los diarios”, bromea.